Cuando los sucesos y la vida te ponen contra la pared, es cuando se te mueve el piso de las convicciones, de las creencias y seguridades. Aquella noche del 17-M me asaltó la dureza de la vida. Esa parca que aun siendo y sabiendo inevitable jamás estamos preparados para enfrentarla, si quiera listos para saludarla.
Los profesionales del toreo y los aficionados, aunque la vemos desde una barrera, somos conscientes de ello. Pero aún a costas de tenerlo interiorizado, no estamos preparados para entenderlo y menos para aceptarlo.
‘El torero se juega la vida’, lo repetimos como lugar común. Pero aquí, el gremio no había sido tocado en su centro, no veían la muerte de cerca aun cuando cada segundo coquetean con ella, a pesar que las heridas producto de las cornadas son el mejor recordatorio de ello.
Aquella noche la información fue fluyendo, del cómo y porque había sucedido que un toro había matado a un novillero en un pueblo lejano de Ayacucho, una tierra tan castigada por la muerte a manos del genocida Gonzalo. Un muchacho con casi 20 años y toda una vida por vivir, pero que eligió vivir como torero. A este punto me pregunto, habrá elegido también morir como torero…Y conforme iba conociendo algunos detalles, se me hacían actuales las imágenes de Paquirri en la ambulancia, pidiendo calma al médico mientras buscaban la ruta al hospital más cercano para atenderlo.
Eso Fue en el año 1984. Estamos en el año 2016, en los albores del siglo XXI y la historia no ha cambiado. 32 años han transcurrido y el toreo vive una historia similar de horror y muerte pero en el Perú. Los toros matan. Pero más la decidía de quienes deben adoptar medidas para aminorar los riesgos.
Somos una reserva de tradición taurina en la comunidad mundial. Cada año aumenta la cantidad de festejos, la demanda de ganado de casta, incluso la del importado también va in crescendo, las plazas firmes también se incrementan. Sin embargo, la insensibilidad por el ser humano es descomunal. Muchas cornadas extremadamente graves se han sucedido en los últimos 20 años, pero sin que la sangre llegara al río o sin que la muerte llegue a teñir de luto nuestra realidad. Claro, pasa que esas vidas se salvaron, in extremis, entonces nadie dijo "esta boca es mía".
Esta vez es diferente. Un toro mató a un torero. Le asestó una cornada de necesidad mortal. O quizás no. Porque no murió en el ruedo. Su vida aguantó varias horas hasta llegar a un hospital. Horas que debió transitar por una carretera taponado por un torniquete y en una camioneta, ni siquiera en una ambulancia.
Insensibilidad, decidía, dejadez, falsa confianza en que nunca pasa nada. Es nuestra realidad y es lamentable. Construyen y existen las plazas de toros sin la mínima exigencia de parte de autoridades (las que dan licencias de construcción) y menos de los gremios taurinos de contar con una enfermería, o tan siquiera de una posta de atención primaria, o si acaso una ambulancia en condiciones para traslado en caso exista un hospital cercano, con una verificada vía de evacuación y médicos debidamente preparados para atender heridas por asta de toro. Y esto es pan de cada día en todo punto geo taurino del país. Salvo Acho, pero solo en feria de Lima, se salva.
En esta realidad, los
toreros corren un peligro añadido, sin
atención médica y unas carreteras de infarto.
Es como tener alma de kamikaze,
con la necesidad de inmolarse cada tarde. Desde niños sueñan con ser toreros. Pero
muertes como la de Motta me hace cuestionar si lo que incuban desde niños, es un sueño o una locura, esa que te pone a coquetear con la muerte a cada
segundo. El torero es un ser humano que
elige jugarse la vida, no sé si porque la desprecia o porque su afición y su
sueño de vestirse de luces es más fuerte que cualquier lógica o razón, sin
embargo, no hay motivo ni justificación
para que convivan con ese riesgo añadido,
en el que se pierde una vida sin darle si quiera la oportuna de una
mínima atención médica.
Eso ya deja de ser accidente y transita irresponsabilidades o negligencia de autoridades y de los mismos profesionales que no son capaces de regular el espectáculo en este aspecto aún a costa del riesgo de su vida. Y otro tanto de las mayordomías, alferados y comisiones de fiestas en todos los pueblos, mayores o menores, distritales o provinciales, que no son conscientes y no se auto imponen contar con un servicio médico en cada feria y plaza donde celebran su tradición. No tenemos ley taurina ni reglamento nacional que la regule, por tanto son los mismos gremios responsables, los llamados a hacerlo. Una vida, sus vidas, valen más que una visa.
Es hora que los protagonistas, toreros agremiados en sus varios sindicatos, médicos, y organizadores, depongan intereses y miren el interés común, el que dé mayor formalidad a nuestra fiesta y mayor seguridad para sus vidas. Ellos son los que tienen en su mano hacer que la muerte de Renatto Motta del Solar no sea en vano. Que sus padres no hayan perdido su único hijo por nada, ya que en su grandeza y encapsulando su dolor, encuentran justificación a su partida convencidos que se fue para enderezar rumbos.
Estamos en pleno siglo XXI y seguimos con formas del XIX. Inconcebible. Mañana se cumple una semana de su partida. Confiemos en que Renatto nos obre el milagro.