lunes, 14 de abril de 2008

Raúl Aramburu y su bitácora desde Sevilla

Desde Lima a La Maestranza sin escalas
(Diario Expreso hoy)

Y es así, literal. Nos subimos al Iberia el miércoles cuando empezaba la noche y al final del día siguiente, con el tiempo justo y gracias a la enorme gentileza de Miguel Echecopar –que se desvive por atender a sus amigos y compatriotas– estábamos sentados en los tendidos de Sol de una de las plazas más bonitas del mundo con la posibilidad de ver una corrida brava, porque fue brava de verdad, sin eufemismos, la de Victorino Martín. Y con toda su leyenda a cuestas.


No hubo tiempo aún de recorrer tantos lugares y recuerdos que había vivido décadas atrás cuando, joven y enamorado, visité por primera vez La Giralda, la Torre del Oro, la calle Sierpes, la catedral de Sevilla, tan señorial, la plaza misma, y tantas otras bellezas que ofrece al visitante esta taurinísima ciudad. Pero había toros y eso es como la misa, había que ir y oír. Sí, oír los espeluznantes silencios de una afición que se me presentó –debo confesar que nunca antes tuve la oportunidad, a pesar de visitar tantas veces España, de ver una corrida en Sevilla en feria– como una de las más, si no la más, entendida y sensible del mundo ¡Qué afición, madre mía!


Porque no voy a hacer hincapié ahora en lo que todos ya conocen: que la corrida fue brava y con mucho que torear –ergo, hubo emoción, que tanta falta hace–, que los tres toreros se jugaron la vida sin trampa, que cuando uno ve a Pepín Liria, triunfador de mil batallas y con un pie afuera de esto, irse a porta gayola para que el imponente Victorino lo zarandee y deposite en los medios no hiriéndole de milagro y éste, lejos de amilanarse, se viniera arriba, y uno se pregunte ¿de qué están hechos los toreros?; o cuando frente a un tardo quinto –otra catedral ofensiva y espectacularmente astifino– Ferrera le llegara tan cerca que tuviera el tiempo y la distancia mínima para cuartear y construir un impresionante segundo tercio que la plaza entera aplaudió de pie… ni que lució en sus mayores cotas la mano izquierda de El Cid –ojo con éste, que en Lima no le han visto ni la sombra– en dos toros de opuesta condición (el sexto fue de las “alimañas”, Ruiz Miguel dixit, y, aún así, el de Salteras se puso donde debía y lo toreó al natural imponiendo condiciones. En el anterior, el tercero, el noble del encierro, lo bordó con la izquierda)

No, no voy a escribirles de eso, que ya lo saben. Voy a hacer hincapié en la impresión que puede causar en el alma de un aficionado estar en una plaza bellísima, llena a pleno de una afición que sabe de qué va la cosa, que es capaz de guardar absoluto silencio cargado de escalofriante expectativa, cuando es perentorio –el respeto por los toros, los toreros y el rito en Sevilla es un culto inapelable– para romper en una sonora ovación de pie, al retiro de un picador que ha toreado a caballo con los cánones por delante, o pegar un ole estruendoso y largo “oooooooooolé” cuando un subalterno es capaz de colocar un toro en suerte recorriendo treinta metros sin pegar el lance… así como también pegarle una bronca de padre y señor mío a la presidenta por negarle la vuelta póstuma a un bravo cuarto... y volvérsela a pegar por dársela a un quinto que no la merecía. ¡Que afición, madre mía!

¿Se imaginan ustedes, soñando digo, que pudiéramos becar cada año a unos cuantos de Lima que creen que pueden escribir, alegremente y con desfachatez de toros, y traerlos a unas cuantas tardes? ¡La de tiempo y disgustos que nos ahorraríamos! Y ustedes saben bien que lo escribo sin ánimo de ofensa, constructivamente.

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