viernes, 7 de noviembre de 2014

Manzanares en las Alturas por Alfredo Barnechea en Caretas


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Ha muerto José María Dols Abellán, José Mari Manzanares.

Lo encontraron sin vida en su finca de Cáceres, rodeado de campos de maíz y de frío.

Había tomado la alternativa en Alicante, a los 18 años, el 24 de junio de 1971. Padrino Luis Miguel Dominguín y testigo El Viti.

Enrique Ponce acaba de escribir que era “de los toreros más grandes de la historia. La versión más artística de lo que es el toreo”.

Hay pocos toreros de época. En la bruma de la leyenda, Pedro Romero de Ronda, el iniciador del toreo moderno (del que Hemingway tomaría el nombre para su mítica novela ambientada en España, The Sun Also Rises, o Fiesta), Joselito y Belmonte, acaso El Gallo, Manolete, Dominguín y Ordóñez. Hay muchos otros, magníficos, pero un poco por debajo de la leyenda.

Conocí a José Mari un día de 1977, fuimos a comer, nos quedamos hablando hasta las cinco de la mañana, y nos hicimos amigos para siempre.

Era un amigo infalible y tenía una intuición también infalible. Era generoso pero desconfiado. “Los toros vienen de frente, la gente de costado”, me decía. Como si hubiera leído la advertencia de André Gide: “no creer en el Diablo es darle todas las desventajas de sorprendernos”.

Pasé a lo largo de los años muchas horas inolvidables con él. Recuerdo unos días de campo en su primera finca de Medina Sidonia, en un febrero sin ferias de toros, yendo de Los Alburejos de don Alvaro Domecq a donde Cebada Gago, a hablar solamente de toros. O una noche en Málaga, comiendo en el puerto con El Cordobés, completamente chalado y enamorado de una niña divina pero que debía tener a todo dar quince años. O en Lima otra noche con Paco de Lucía, después que Manzanares se lanzara a bailar en el escenario bajo el mandato esclarecido de su guitarra. O un almuerzo al borde del mar con Fernando Graña, hablando los tres otra vez solo de toros.

En octubre de 1981 me dijo: “Mi padrino está aquí, quiero verlo”. Llamé a Manuel Ulloa, en cuya casa se alojaba Dominguín, y nos invitó a comer.

Manzanares idolatraba a Luis Miguel, pero no era un torero “Dominguín”. Era un torero “Ordóñez”, el cuñado rival de Luis Miguel. Se ha dicho que hay dos clases de pintores: pintores de las formas (como Picasso) y pintores de los colores (como Matisse). Hay también toreros “dominadores” (como Luis Miguel) y toreros “artistas” (como Ordóñez). José Antonio Del Moral, que escribió un lindo libro sobre José Mari, acaba de decir que este era “un romántico controlado por un clásico”.

Por eso Sevilla, el templo de los toreros artistas como Pepe Luis Vázquez o Curro Romero, lo acogió, aunque nunca pudo abrir la Puerta del Príncipe. En 1984 me brindó allí un toro, una tarde en que se fajó con los Miura, pero no cuajó. Sólo abrió esa puerta de la gloria el 1 de mayo del 2006, cuando sintió que ya no podía con los toros y llamó a su hijo para que le cortara la coleta, todo el mundo entre lágrimas. Se lanzaron al ruedo todos los toreros que habían en la plaza vestidos de civil, y lo sacaron en hombros por la Puerta del Príncipe hasta el paseo de Colón. De ese día es la célebre foto en que Enrique Ponce, de traje y corbata, está cargando a José Mari en traje de luces. El gesto de Ponce no fue sólo el de un gran torero sino el de lo que Ponce es además: un gran señor, reconociendo con grandeza a su maestro.

Se ha dicho que en Acho se escucha, o se escuchaba cuando la afición sabía verdaderamente de toros, los mismos silencios que en Sevilla. No sorprende que también Acho lo acogiera como un torero predilecto. Un día José Mari me dijo: “Perú es una afición de trincherazos. Piensa eso para la política”. Todavía estoy meditando en el significado.

¿Qué diferencia a un gran torero de uno no tan grande?, le pregunté un día. Puso sus dos manos casi juntos y las separó por diez centímetros. “Esto”. Esa distancia, ese temple. “Y que el toro pase más despacio”.

Porque hay artes del espacio y hay artes del tiempo. Los toros parecen un arte del espacio, un duelo en una arena, pero en el fondo son un arte del tiempo. A través de un percal, un artista interrumpe el recorrido de un toro, el ritmo de la naturaleza, y crea otro tiempo invisible y mágico, tan lento como su arte lo permite.

José Mari era un superdotado. Hubiera podido ser acaso el torero más grande de la historia. Pero era irregular. ¿Le faltó ambición, como se ha dicho? “Me falló la máquina”, me dijo un día, ya retirado.
La máquina. El corazón. Había en mi amigo entrañable un núcleo irreductible de melancolía. Su madre se había suicidado. En las noches, en medio de las fiestas, volvía recurrentemente a su fantasma.

La última vez que lo acompañé a torear fue a Tordesillas, donde alternaba con El Juli. José Mari parecía feliz.

Pero el 2011 lo invité a la presentación de mi último libro en Madrid. Me llamó al hotel: “Me siento fatal, no te voy a cumplir.” ¿Cómo está Cayetano?, me pregunta por mi hijo, que ha conocido desde bebé. “2,01 metros”, le digo. Por lo menos se ríe. “¿Cuándo me traes a Iñigo, para conocerlo?”. Debí coger un carro e ir al día siguiente a verlo, pero pensé: la próxima vez.

Pasaron estos tres años, se me pasó el tiempo, como se pasa la vida, y ya no volví a ver ni a hablar con él. Se apartó del mundo. Creo que cayó en un pozo de soledad y melancolía. Ha muerto, se ha dicho, de muerte natural.

Estaba en Puebla de los Angeles, donde hace años habíamos estado juntos, al día siguiente me aprestaba a ver a su hijo en la Monumental, cuando me llegó la devastadora noticia de su muerte. Pensé, no sé por qué, en Belmonte, encerrándose a torear unas becerras antes de matarse.

No sé cómo fue su muerte, pero cómo quisiera poder atravesar la oscuridad para decirle que su amistad fue uno de los grandes privilegios de mi vida. “Maestro” lo llamaban naturalmente. Cuántas veces, por los campos de España, manejando él y yo de copiloto, me dijo: “recítame algunos de esos poemas que yo no he leído y tú sabes de memoria”. Hay uno que no le recité, pero hoy surge instintivamente en mi memoria. Es Manuel Machado a la muerte de Rubén Darío:

Como cuando viajabas, maestro, estás ausente/ y llena está de ti la soledad.