Burladero.com Miguel Ángel Moncholi / Madrid
Así, no puede ser. Si no hay un toro, no hay toreo. Y si no hay toreo, no hay emoción. No, el toreo no es sólo dar pases a diestro y siniestro. El toreo es eso, y mucho más. Es lidia, es poder, es cabeza, es riesgo, es competencia, es elegancia, es templanza, es espectáculo... y mucho más en un momento dado.
Pero, para que haya todo eso, insisto, debe haber un toro. Un toro no sólo con la edad mínima reglamentaria (de cuatro años) sino también las cinco hierbas. Un toro con cuajo, con trapío, con casta, con movilidad, con pujanza, con fiereza y por supuesto, con transmisión.
Pero, cuando sale el toro terciado, bobalicón, sin fuerzas, claudicante, sin fiereza, que no transmite sensaciones, que no dice nada, que invita a la conmiseración, que no atrae la atención, que no da miedo, que no da espectáculo y que resulta facilón. Cuando ocurre todo esto... no puede haber toreo.
Los de Puerto de San Lorenzo adolecieron de todos esos defectos. Quién lo iba a decir cuando por la mañana sus hermanos eran reconocidos con el azulejo a la mejor ganadería de San Isidro 2010. Defectos del que adolecieron también los sobreros de Salvador Domecq y de Carmen Segovia.
Como no puede ser, cuando no se pasa de aseado. Como El Cid en el primero. O se interpreta periférico (pico va, pico viene) despegado, desconfiado como Perera en el quinto. Cambio radical de un Perera que en el segundo había dado la cara. Y no lo digo por la voltereta, sino por las ganas demostradas.
Y esas fueron las claves de una tarde tan gris como el cielo encapotado que cubrió un Madrid, que al menos disfrutó al ver reverdecer a El Cid, quien se cobró una oreja de protestado mérito en un toro, el cuarto, que disfrutó de la buena brega de El Boni.
Y es que, sin toro, ni torero, es posible el espectáculo. Y así, no puede ser el toreo.