Ruben Amón Corresponsal de EL MUNDO en París.
No es la primera vez que JT se desangra. Ni la primera vez que tutea la muerte en un quirófano mexicano. De hecho, José Tomás está vivo gracias a la mediación de un médico que se llamaba Francisco del Toro –naturalmente- y a la hemoglobina que donaron al maestro unos novilleros mexicanos.
Cuesta encontrar un ejemplo más elocuente de devoción y de respeto. Los torerillos entregaron su sangre, literalmente, para resucitar al coloso del hule. Probablemente se habría encontrado otros voluntarios, pero aquellos muchachos principiantes se ofrecieron obstinada y prioritariamente. Más o menos como si fuera una eucaristía, un trance de comunión.
Ocurrió la cornada en la remota plaza de Autlán de la Grana (Jalisco) el 18 de febrero de 1996. José Tomás no se había consagrado aún España, pero ya era un ídolo en los cosos aztecas. Tomó la alternativa en la plaza de México de manos de Jorge Gutiérrez -10 de diciembre de 1995- y aprendió allí los secretos del temple. El valor espartano ya se lo traía de casa, aunque un toro del hierro de Begoña estuvo a punto de malograr la carrera del joven torero.
Le pegó una cornada la res mientras toreaba de capote y la sangre empezó a manar a chorros. Su apoderado de entonces, Santiago López, trato de tapar el boquete con las manos camino de la enfermería y le sorprendió –le escandalizó- que el médico de la plaza, bastante ebrio a decir de los testigos presenciales, sostuviera que el brutal cornalón “no era nada”.
Carecía el quirófano de los medios y los remedios elementales. Apenas una camilla, unas gasas y una iluminación mortecina. Y pensaba Santiago López que la vida José Tomás se escapaba por la herida. Menos mal que se presentó en la enfermería un médico “de verdad”. Providencialmente. Sin que nadie lo hubiera convocado.
No tenía permiso para ocuparse del paciente, pero decidió que era urgente trasladarlo a una clínica de confianza. Se llamaba, ya decimos, el señor Del Toro y fletó una ambulancia para que el agonizante torero pudiera ser atendido en las condiciones adecuadas.
Operaron a José Tomás mientras una parturienta alumbraba a su hijo en la cama de al lado. Únicamente los separaba un biombo, una cortina. Aguardaban en la sala de espera los novilleros mexicanos y se impacientaba Santiago López. No pudo ocultarle al padre del matador la gravedad de la situación ni las dimensiones de la cornada.
Apareció entonces del doctor Del Toro. Sereno y moderadamente optimista.
-“Creo que le he salvado la vida, y es la primera vez que opero a un torero, pero estoy acostumbrado a ocuparme de los navajazos que sufre la gente. Ha habido un momento difícil”.
Tan difícil que, tal como cuenta Carlos Abella en “Un torero de leyenda”, José Tomás sufrió un paro cardiaco y tuvo la sensación de que se iba, de que flotaba, de que una nebulosa le adormecía los sentidos sobre el camastro del hospital mexicano.
El matador fue trasladado en avioneta a Guadalajara. Se movía el aparato más que un victorino y los pasajeros, José Tomás entre ellos, sudaron como si llegara el juicio final, aunque finalmente aterrizaron y la ambulancia acudió a pie de la pista a rescatarlos.
No sería el único vuelo del artefacto. Sorprenda o no, al día siguiente toreaba Tomás Campuzano en Autlán y tuvo el gesto de brindarle un toro al gobernador por haber facilitado todos los medios al compañero herido. El problema es que el astado se echó a los lomos al diestro sevillano y fue necesario trasladarlo a Guadalajara ¡en la misma avioneta!
Campuzano y José Tomas compartieron hospital y asistencia sanitaria. Empezando por Francisco del Toro. Nunca había operado a un torero en su vida. Y resulta que en 48 horas tuvo que ocuparse de dos. Sería el apellido.