miércoles, 21 de abril de 2010

Después de mí nadie y después de nadie...

El Juli se sube a la Giralda
Por Álvaro R. del Moral en ElCorreoWeb.es

Después de mí nadie y después de nadie... El Juli ha marcado la diferencia, ha sacado la espada de la piedra y se ha coronado emperador del toreo por un faenón redondo y rotundo; tan bellísimo como mandón que reúne la mejor antología de una gran figura. El Juli se ha encumbrado por un trasteo que da la medida del altísimo nivel y la depuración alcanzada por su toreo. Y el caso es que el toro, cinqueño pasado y con aire de viejorro, también hizo cosas de manso en el primer tercio sin que nadie pudiera aventurar el gran juego que iba a dar después. Y aunque mejoró notablemente el tono en banderillas, cuando El Juli tomó la muleta aún hizo un amago de marcharse a los chiqueros. Pero el madrileño sabía muy bien lo que se traía entre manos y no dudó en brindar la muerte del astado desde el centro del platillo.

Allí, junto a la montera caída se desarrollaría el largo y sobresaliente metraje de un trasteo que ya es el de la Feria y el de muchas ferias. Una serie diestra descubrió a las 11.000 almas que llenaban el coso del Baratillo la emotiva y emocionante embestida del toro, que se quería comer la muleta. El tono iba subiendo a medida que El Juli toreaba y toreaba en una espiral emocionante de muletazos hondos, macizos y tersos: dichos muy para dentro a la vez que el toro de Torrealta seguía subiendo como la espuma. Pero si el joven maestro ya caminaba entre cumbres, aún se iba a subir a la Giralda al torear al natural de la forma más limpia, honda y ortodoxa que imaginarse pueda. El Juli midió los tiempos, supo esperar al toro con media muleta derramada sobre el albero para llevarlo largo, larguísimo, en muletazos líquidos y cristalinos mientras la faena entraba en ese derroche que sólo acompaña a las grandes obras.

Julián acabó toreando para sí mismo, perfectamente acoplado a la vibrante embestida del toro, y se hundió y encajó en el albero para desatar la locura con un cambio de manos por la espalda que cosió a un sensacional muletazo antes de irse por la espada: un sensacional estoconazo ponía la firma al milagro. Le dieron dos orejas pero la faena era de rabo, merecedora de ese paseo bajo el dintel de una puerta que la creciente incultura taurina ha reducido a la simplona aritmética de dos más uno. Antes se había empleado en una faena con más fondo que forma ante el primero, que pareció mejor toro por su enorme movilidad aunque no paró de medir y mirar imperceptiblemente a su matador.

Después, se iba a lanzar definitivamente la corrida por una notable, intensa y ajustada faena de Manzanares, que descubrió el buen fondo del segundo después de un largo preámbulo. Cuando acertó a engancharlo por abajo, a no dejarlo parar, surgieron tres series diestras rotundas y electrizantes, cerradas con una trinchera de libro, un cambio de mano y un molinete cargado de sal que pusieron en sus manos un sabroso trofeo. Pero Manzanares quería más y no le importó jugarse el pellejo como un desesperado que nada tuviera que perder. Tampoco le importó aguantar los frenazos escalofriantes, las miradas y los parones de un animal lleno de peligro al que sometió al atacarlo siempre para llevarlo a donde no quería ir. Hubo una altísima emoción en el trasteo que se resolvió siempre a matar o morir: la inteligencia y la entrega consciente del hombre contra el feo estilo de un toro reservón y bruto que se cobró su particular venganza queriéndole quitar la cabeza a Luis Blázquez cuando quería apuntillarlo. La oreja cortada era de mucho peso.

Luque ni existió; lo borraron sus compañeros. Atacó al remiso tercero con pocos resultados y no llegó a entenderse del todo con la movilidad del mansito sexto.