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Para conseguirlo hay que tener la rotundidad de cortar las dos orejas de un toro y Diego Urdiales cortó 3. Una en su primero, un toro complicado sin rítmo, protestón, en el que no se dejó tocar la pañosa y le aguantó en el giro sobre su planta sin perderle pasos para llevarlo tapado y sobretodo sometido. Lo cuajó porque resolvió y se entregó al matar, un estocadón. Oreja.
Llegaría el cuarto. Fue un dije. Hermosas hechuras del Alcurrucén que ya entró en la historia con nombre propio, Favorito. Fue precioso de lámino y aunque no derrotó en burladeros al inicio, sí que metía la cabeza con codicia que fue in crescendo conforme avanzó la faena.
Y así fue que Diego sinceló en la gris arena bilbaína una obra maestra, cual capolavoro del Buonarroti, marmoreo pero de formas suaves y delicadas, recio pero sutil en el toque, arrebujando la estampa, girando en su eje sin enmendar, fue torero y puro por derecha y cuando parecía que con la zocata bajaba la tesitura, no desistió, y llegó lo mejor, dando el pecho, tocando el morro con la bamba, tiraba del Favorito hasta atrás con profundidad y temple exquisito. Una obra maestra, sin duda. De torería y pureza, de bien torear, con sabor añejo y caro. Un espadazo mejor que el anterior y el toro que se fue a los medios a morir. La plaza en pie era un clamor. Los pañuelos enmarcaron el transito a la gloria y hasta Matías, recordando que es aficionado, sacó los dos suyos a la vez para que el riojano reciba las dos peludas.
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