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viernes, 19 de marzo de 2010

«Una mala mujer perjudica mucho»

«No salgo a una plaza de toros a morir, todo lo contrario. Salgo a disfrutar asumiendo el riesgo pero, en ningún caso, salgo a morir. No creo que sea el mejor sitio para dejar este mundo. Alimentar la leyenda de fallecer en la plaza, como dice alguno, me parece muy triste. Prefiero, cuando llegue ese momento, estar rodeado de nietos y bisnietos».

Tomado del reportaje: A SOLAS CON NIEVES HERRERO (El Mundo)
Fotografía de LUIS MALIBRÁN

Miguel Ángel Perera sueña con llegar a viejo. El torero, pura fibra, con el torso desnudo y acariciando un estoque, habla de vivir, y no de morir en la plaza. Impone seriedad en todo lo que dice. Sonríe poco. Ejerce de torero hasta cuando está fuera de la plaza. Está concentrado en su mundo de morlacos astifinos, gargantillos, cornivueltos, veletos, carboneros, chorreados o bizcos… Más allá de las cuatro patas de los toros –«el animal más bonito sobre la Tierra»– hay poco más. Su mundo gira en torno a los astados más bravos. Me dicen en su cuadrilla que es una auténtica «obsesión». Algunos, incluso, lo catalogan de «enfermedad». Otros toreros a su edad, 25 años, se pierden por las mujeres...

-¿Toros y mujeres son incompatibles, maestro?

-Habrá habido algún caso de algún torero que se haya perdido por una mujer, porque tienen mucha fuerza y una mala mujer perjudica mucho. Pero también las hay buenas, y siempre se ha dicho que detrás de un gran hombre hay una gran mujer. Da la impresión de que lo dice por propia experiencia. Su pareja, Eugenia, lleva siete años junto a él sin que jamás le hayan hecho una sola foto. Intencionadamente, ha conseguido escapar de los indiscretos objetivos de las cámaras. Es la más desconocida de las mujeres de diestros, algunas de ellas tan asiduas a salir en las revistas de papel cuché. «Son muchos años junto a la misma persona, compartiendo momentos buenos, triunfos importantes y tardes malas. De todo ha habido en mi trayectoria. De ninguno de esos momentos, ella ha tenido la culpa; sólo yo, por el motivo que sea. A mí, Eugenia me ha dado apoyo, confianza y, sobre todo, estabilidad. Siempre he tenido claro mi objetivo y siempre he sabido como quería que fuera mi vida».
Pocas veces asoma una madurez tan prematura. Oyéndole hablar, uno se olvida de que el extremeño tiene un cuarto de siglo. Nada más. «Un torero joven, cuando le sonríen las cosas, conoce mundo, viaja, gana dinero… Puede convertirse en una persona sin valores y estar un día con una y otro día con otra... Eso lo eliges tú. En mi caso, por mi educación, ha primado mi profesión por encima de todo. Una vida estable, como la han llevado tantas figuras del escalafón, es la que yo quiero».
En Perera, parece que la razón manda constantemente sobre el corazón. Hay quien ha llegado a criticarle por parecer un poco frío. El torero lo reconoce. «Creo que es fruto de mi timidez. Afortunadamente, la experiencia me ha hecho romper esa barrera y esos miedos de estar cohibido y sin relajo. Ahora, intento dar rienda suelta a la pasión, a la imaginación, a la improvisación. Disfruto poniéndole pasión delante de un toro. Busco la sensación de libertad absoluta, de no tener pudor o miedo al qué dirán. Libre del todo y por encima de cualquier comentario», confiesa.


INNOVADOR. Ha encontrado su sitio delante del astado, se diría que hasta su lugar en el universo. «Ser torero es una forma de vida, de estar en este mundo. No sabría vivir de otra manera. Todo lo que hago, y muchas cosas en las que pienso, tiene que ver con mi profesión. Si estoy conduciendo, comiendo… Le estoy dando vueltas a lo mismo: qué más puedo aportar a la tauromaquia, qué cosas me gustaría hacer delante de un toro. Ése para mí es el momento grande, el único, la verdad. Solos el toro y yo».

Cuando está en el burladero y llega ese momento de espera en el que el toro está a punto de salir de toriles, a veces piensa que «el corazón se me va a salir por la boca. Sobre todo, cuando estoy en una plaza importante. Mi corazón bombea con fuerza porque es un momento de mucha incertidumbre. ¿Cómo va a salir?, ¿qué va a hacer? Éso me hace sentir muy inquieto. Luego, conforme avanza la faena, me voy relajando».


-¿Le has perdido miedo?

-No, nunca. La preparación y la técnica dan esa sensación. Tanto el año pasado como éste, me he puesto delante de toros que he sentido que en cualquier momento me podían coger.

-¿Coger o matar?

-Si piensas que el toro que te coja te va a matar, creo que no tendrías fuerza para ponerte delante de él. A Perera la vocación le llegó sin antecedentes familiares, sin un ambiente taurino que justificara que ya de pequeño jugara con una camisa de su padre a modo de muleta. Sus hermanos, Sergio y Sandra, eran los que solían embestir a un Perera niño que soñaba con estoques. «Mi familia, que no tenía nada que ver con este mundo, al principio se lo tomó como un juego». Su vida cambió a los 10 años. Abandonó el colegio de su pueblo, Puebla del Prior, en Badajoz, para pasar al Colegio San José, en Villafranca de los Barros. Allí conoció al hijo del ganadero José Luis Pereda.

El año pasado toreó 90 corridas y sólo en dos tardes coincidió con José Tomás. Fueron dos tardes que se recordarán para siempre. «¿Qué pasa, que la temporada entera depende de lo que puedas torear con ese torero? Pienso que no, en absoluto. Lo que ocurre es que hay toreros que levantan más expectación que otros. José Tomás ya hizo cosas importantes antes de su retirada. Ahora que ha vuelto, tiene un camino bastante distanciado del resto de los compañeros. Ni mejor, ni peor. Distinto».

-¿Está loco José Tomás?

-No, todo lo contrario. Tiene mucha cabeza y sabe muy bien lo que está haciendo.

-¿Quién es hoy el número 1?

-En esta profesión, ni lo soy yo, ni José Tomás, ni El Juli, ni Ponce, ni el que más torea. Aquí, el escalafón y la estadística valen para saber cuántas corridas lleva cada uno y cuántas orejas. No se mide ni el número ni la cantidad, sino la calidad. Con el paso de los años, se recordará a los toreros por sus méritos en la plaza y no por la cantidad de corridas. Perera se pone una camisa que no se abrocha. David, su mozo de espadas, le trae un capote para que pruebe la tela. Empieza a dar varios pases. Coge el forro y lo toca con esas manos, sutiles y enormes, que tienen los toreros. Da el visto bueno. Se sienta de nuevo. Sonríe y deja a la vista unos brackets de ortodoncia. «Me chocaban los dientes al morder. Los tendré que llevar 20 meses».

AQUELLA CORNADA. Reconoce que, aunque sea por necesidad, no le gusta ir al médico. «Ahora, soy más consciente de que hay que cuidarse y de que si no lo haces, luego repercute en tu salud. Un torero vive y se debe a su cuerpo», detalla. La herida que más le ha hecho sufrir, en estos últimos años, ha sido la cornada que tuvo en Arnedo, La Rioja, de novillero, en 2003: fueron 23 centímetros de intenso dolor. «Me cosieron el nervio y es como si te oprimieran con el cable de la luz. Así que me tuve que volver a operar, hacerme un injerto».

De las últimas y graves cornadas –en octubre pasado, en Las Ventas–, no habla. No se queja, ni tiene sueños de quirófanos, ni pesadillas. A lo único a lo que le tiene aversión el maestro es a las agujas. «No me gustan nada, por muy finas que sean. El pinchazo de la aguja… Los médicos se ríen porque aguanto las cornadas y, en cambio, las agujas no».

Adaptable, se ha acostumbrado a dormir en cualquier sitio. Es capaz de descansar en el coche, en una silla, de pie, donde sea. «He tenido suerte porque una cosa imprescindible para ser figura del toreo es no tener problemas para saber dormir donde haga falta. No extraño mi cama», detalla. Aunque la mayor parte del año viaje, itinerante por obligación, su hogar se encuentra ahora en Sevilla. «Mi casa está en el Aljarafe, pero sería más correcto decir que, en realidad, yo voy con la casa a cuestas a todas partes. A veces, me despierto pensando que estoy en mi habitación». Todo esfuerzo resulta poco, «sobre todo, si el día de mañana veo realizado mi sueño. Por eso, no significa para mí un sacrificio renunciar a la vida de cualquier joven de mi edad. Yo hago lo que quiero. Vivo por y para mi profesión y encima, me ha ido bien. Me siento un privilegiado».

SONES DEL SUR. Entre sus gustos musicales, el flamenquito siempre anda rondando por su cabeza. «No soy un entendido. Niña Pastori, Diego Carrasco, Miguel Poveda, y Rocío Jurado, que me encanta». No hay una noche que no se meta en Internet. Va con su portátil a todas partes. En la Red, prosigue su obsesión: «Busco las noticias de los portales taurinos, vídeos... Me gusta estar informado al segundo». Tiene poco tiempo para leer, pero si lo hace «siempre relacionado con lo mío».

Lo único que le saca del toro, por un par de horas, es el balompié. «Si no hubiera sido torero, el fútbol me gustaba mucho». Pero no tiene tiempo ni para su afición al balón, al pádel o a los caballos. Ahora, el poco ocio que le queda se lo dedica a los suyos y a su nueva inquilina, una perrita maltesa llamada María, que llevó a casa hace unos meses . «Siempre me han gustado los animales. Pero en el campo. Me dijeron que no tendría cariño de verdad a un animal hasta que no lo metiera en casa».

Reflexiona que éste es su momento. No tiene miedo al frénetico ritmo de las ferias. Quiere aprovecharlo todo porque cree que, aunque otros casi se retiren ancianos, su profesión «tiene un periodo de tiempo limitado».
Dice tener «buena boca», aunque está delgado, muy delgado para su estatura (186 centímetros). Cuando se da un homenaje, piensa en «un buen salmorejo y en unos huevos fritos». A diario no desayuna, y puede almorzar un filete o pasta sin salsa alguna. Una intoxicación de unos espaguetis con nata le obligó a inyectarse suero entre toro y toro, en plena plaza. Nunca más. Pasta sola. «Si sigo comiendo así, sé que un día me dará un bajón. El cuerpo tiene un límite». Ahora trasiega «un batido hipercalórico de farmacia y mucho toro». Eso sí que le alimenta.

A Miguel Ángel Perera le pesa la responsabilidad de los que creen en él, además de la que se impone a sí mismo. ¿Sabe lo que es ser feliz? Mira fijamente a los ojos. Medita la respuesta y contesta rotundo: «Lo soy. Pero nunca estoy contento con nada y quizás por eso no refleje esa felicidad. No disfruto el momento como realmente se merece. Todo es por mi manía de estar insatisfecho, de no conformarme con nada».


UN TIMIDO MATADOR
No es un suicida en traje de luces. Pisa la arena del coso para vivir el triunfo, no para salir por la enfermería como un kamikaze cosido a cornadas. Detrás de la sombra de su capote vive Eugenia, abnegada esposa que repele la popularidad intrínseca a la mujer de torero.

Pacense, 25 años de aplomo, Miguel Ángel Perera se ha encaramado –y en sólo dos temporadas– a lo más alto del escalafón. Aterriza en los cosos como custodio de las viejas costumbres taurinas. Extrañamente, teme más a una jeringa que al fuego de los pitones penetrando en la piel. De ahí su aversión a las batas blancas, ahora que tiene que llevar aparato para corregir unos dientes rebeldes.

Se sacude su universo de morlacos y verónicas jugando al pádel y montando a caballo, además de no perder ripio del balompié televisado. Imbuido de modestia, no se considera la máxima figura de nada, en estos tiempos que llena los tendidos mano a mano con José Tomás. Opina que para llegar a ser muy grande debe dejar huella, faena a faena, en el libro del tiempo.


DE TACOS DE BILLAR Y LÍOS CON LA AUTORIDAD
En su página web, asegura Perera que un taco de billar le servía para sostener una camisa de su padre: así fabricó su primera muleta y así forjaba sus primeros sueños. La sangre torera empezaba a bullir y eso que el progenitor no se dedica a la ganadería brava, sino a la mansa. En 1999, se enrola en la Escuela Taurina de Badajoz; sólo nueve años más tarde sale en hombros en Sevilla y Madrid. Su fuerte carácter siempre fue una máxima. Siendo novillero y en plena Feria de Fallas, asistía a una corrida vestido de calle en el callejón de la Plaza de Valencia. Quizá por exceso de celo, el entonces delegado del coso lo expulsó de allí sin saber quién era. Quiso el destino que, al día siguiente, Perera toreara en la misma plaza. El delegado se quedó de una pieza cuando aquel jovencito al que había echado con cajas destempladas, le brindó un toro. Y triunfó.