Por Víctor Zar G.
Año tras año, yendo a Toros y viendo y viviendo faena tras faena, unas penosas, otras aburridas, otras regulares pero otras, demasiado pocas “otras”, resultaron únicas y oníricamente irrepetibles, dramáticamente insustituibles que en nuestro propio tiempo natural resultaron mentalmente rápidas pues, si bien nada duran, lo cierto es que cada una de estas excelsas corridas y a pesar de las “otras” tristes, lentas o cansinas faenas, estas altísimas faenas resultaron siendo una “epifanía” debido a una inesperada e inimaginable aparición de los “duendes” que merodean por el albero en las Tardes Toros y, afloraron del alma taurina de Paco Ojeda o de José Tomás -a quien Joaquín Sabina poéticamente le ofrece cambiarle varios de sus versos por un solo pase- dado que así lo quisieron.
Ello me llevó a preguntarme el por qué de tan especioso y féerico mundo, tan lleno a la par de profundo dolor, qué es lo era o si, de verdad, este ignoto sustrato de la taurofilia pudiera tener tanta hondura e insondable emoción que para elogios o invectivas de otros, ha posibilitado su persistencia en los siglos, llenando de tanto contenido un mundo de tan acentuado sentido artístico, que en pocos segundos o menos minutos, podemos vivirlo como si cada segundo de un lance, dure horas como ocurre cuando observamos media verónica “perfecta” o nos turbamos ante pases ligados hechos con la muleta llevada por la eximia muñeca del toreador en suerte.
Es en la hondura del pase y de la excelencia del torero que enfrenta al toro, que creemos vivir el tiempo de modo infinito, gracias a lo que vitalmente estamos experimentando y este sentimiento se hunde profundamente en un desconocido pasado allende el neolítico, con raíces tan acendradas que es imposible negar su manifiesta pero silenciosa presencia en cada faena que vemos torear, y cuyos oficiantes artistas van esculpiendo hasta que culmina en la “estocada de la tarde”.
No obstante, si bien ninguna faena es igual a otra como sucede con todas las obras de arte, lo cierto es que no todas llegan a la perfección: la magia del momento o la exaltación del arte se quiebran ineludiblemente cuando la estocada es mal puesta y consecuentemente el Toro no cae atronado o cuando, en tanto vibramos viendo el quehacer en la obra de arte que va siendo elaborada por el maestro, inesperadamente los terribles cuernos de la bestia destinada al sacrificio para restablecer el orden de nuestro mundo y de nuestros propios mundos, embisten y cogen al torero deshaciendo en añicos ilegibles, la creación ordenadora que estaba llegando a nosotros.
Sobra decir que este ordenamiento del caos es decir, la puesta del orden dentro del mundo de los hombres, sí es un rito cruento, no hay duda, ya nuestro nacer configura el dolor y la sangre; objetivamente es tan cruento como resulta ser el rito de Marduk venciendo a Tianmat para configurar el mundo, el mito del tonante Zeus venciendo con sus rayos a los Titanes o, sobre todo, sin resultar aparentemente cruento el relato bíblico del Génesis –si no fuera por el relato de los tiempos previos cuando Dios arrojó al Infierno al soberbio Luzbel y a sus ángeles seguidores- cuando el espíritu de Dios se cernía sobre “la superficie de las aguas” y fue su Verbo, según San Juan, que puso el orden al caos de una tierra “confusa y vacía, cuyas tinieblas cubrían la haz del abismo”. También recordemos el Arca de Noé y el Diluvio exterminando a ingentes personas.
Obviamente es un hecho que podemos ver una corrida de toros con un sentido festivo, respetando una costumbre, adecuándonos cual turista común a algo que nos resulta espectacular pero ajeno a nuestro propio mundo interno o, incluso, ir a los toros para alimentar un íntimo deseo artístico empero, todos estos comportamientos al ir a los toros, como otros más que existen, no soslayan la evidente y firme convicción que Los Toros constituyen un ritual y un conjunto de formas y símbolos que nacieron, evolucionaron y finalmente maduraron en lo que hoy se conoce como un “Rito de Ordenamiento del Caos”, que fluye ineludible y soterradamente por bajo la realidad material o de cualquier otro estado que sea el sentido que pretendamos atribuirle a Los Toros y al arte taurino.
Cuando los jóvenes castellanos practicaban con sus armas durante la permanencia árabe en la Península, lo hacían enfrentándose a los toros a lanza y caballo; obviamente eran toros inmensos de cualquier edad y no había regla taurina alguna, era vencer al “enemigo” o morir e indudablemente no puede sino verse en ello sino una representación simbólica del “Rito del Ordenamiento del Caos”, el toro asesino no sólo representaba al enemigo, representaba algo más, representaba la lucha contra otro credo religioso que había desordenado Iberia a inicios del siglo VIII; simbolizar en el toro a un enemigo la Fe Católica resulta en siendo que unos pasos para reencontrar el Orden Cristiano, el “orden” sobre el “caos”. Y cuando en los pueblos dispersos de la España de entonces, en el transcurso de las fiestas por las bodas de sus jóvenes, se soltaba un toro para ser corrido –luego comido- por el pueblo que un momento dado, usaban las sábanas del tálamo de la nueva pareja para burlar al toro y es que, también, el matrimonio es una institución que a través de un ritual de inicio mantiene el orden de la sociedad, de cada pueblo, en medio de tiempos tan bravos como pudieron ser los del Medioevo.
No fue pues una pura casualidad que el Marqués Francisco Pizarro lanceara toros en la Plaza Mayor de la recién instaurada Lima, Ciudad de los Reyes y precisamente después de haber rechazado al ejército sitiador de Quizu Yupanqui, general y pariente de Manco Inca. Es siempre el español católico, cristiano hasta la médula de los huesos, que se bate a muerte contra los enemigos de su Fe. Es su Dios quien por medio de Santiago Apóstol acude en su favor para relanzar bizarramente a estas –supuestas- demoníacas huestes.
Dadas las ideas que anteceden todo lo escrito me llevó a conjeturar si “Los Toros”, bien podían corresponder a un rito “solar” o “masculino” o, a un rito “lunar” o femenino, pero dando vueltas al tema me encontré con la idea motriz de todo de que todo explicitado, hacia innecesario identificar “Los Toros” como un rito “solar” o como un rito “lunar”. Concluí que, de hecho, toda pregunta que pudiera hacerse al respecto resultaría inútil, esto es, ¿son “Los Toros” una actividad humana que corresponde a un ritual de índole “solar” o de índole “lunar”? La pregunta, a final de cuentas, me resultó incorrecta.
Lo acertado tal como yo lo veo, lo puntualmente admirable y pertinente de Los Toros es que se trata de una construcción puramente humana cuyos actos, formas, vivencia y lenguaje propio –cada paso, cada momento, cada suerte y lance, cada aspecto del torero, del toro y de la plaza tiene nombre propio- y que por ende, ineludiblemente, termina llevándonos a reconocer que estamos ante un “Rito de Ordenamiento del Caos” en la misma línea del pensamiento “eliadeano”, es decir, del rumano Mircea Elíade. Entre los muchos ritos del “Ordenamiento del Caos” resultaba inevitable –o inesperado, no lo sabemos- que naciera una visión tan especial para encarar la vida y la muerte de cada persona y su tránsito sobre lo terrenal, tal como ha venido sucediendo siglo tras siglo con el Mundo de Los Toros y tal como actualmente acontece en cada tarde taurina cuando dentro del universo espiritual de los ibéricos que a la larga terminó siendo compartido con los americanos y el sur francés, por cuestiones desconocidas a final de cuentas, increíblemente, nació un singular, magnífico y bendito rito del “Ordenamiento del Caos” arcanamente basado en la presencia de El Toro y no de otro animal.
Los griegos nos dejaron al “Minotauro” pero ciertamente no hay nada más alejado del Planeta de “Los Toros” que esta víctima de Teseo pero incluso en este mito y a pesar de todo, resultamos observando un rito de ordenamiento del caos pues qué más caótico, contrario al Orden del Mundo, puede ser un Laberinto dominado por un “demonio”.
Ahora bien lo manifiesto, evidenciado y vivido, es que el acto fundacional del Orden mana por el enfrentamiento del Torero y su Cuadrilla ante la “temida” muerte inicialmente de patrimonio exclusivo del Toro y que repitiéndose en los siglos, sin solución de principio, pues cuando le fue prohibido a la nobleza española lancear toros, aparecieron para torear, sustituyendo a los nobles, “los plebeyos” de entonces que desde sus ardides camperos para zafarse de los toros que se aislaban de su manada con instinto asesino, terminando por crear “el Ritual del Toreo” que si bien acatado resultaba en el triunfador del sacrificio del Toro o si no, mal cumplido terminaba, ¿termina? en la victimización del torero oficiante que no supo intuir y seguir las fórmulas previstas en el ritual.
En otras palabras, en los dos últimos siglos se ha logrado “ritualizar” el Toreo, de un modo preciso, vivencial y perentorio y, simultáneamente, con el ingreso de la ciencia genética, se ha podido aminorar el riesgo de la muerte del torero “ordenador del caos” pero no por ello, el riesgo ha dejado de existir y el boleto de entrada para ser oficiante de este rito no ha dejado de ser, por siglos, la personal valentía del torero. Es más, frente o dentro de este rito de Ordenamiento, no de “Renacimiento”, pues nada nos dice que algo esté “renaciendo” conforme con este rito, pues los “tres tercios”, dígase la pica, las banderillas y finalmente el estoque, están prístinamente fijados y establecidos para acabar con la “bestia del caos” y no para exaltar o rogar por su regreso ritual.
Por ello, cuando todos los hispanos y americanos al heredar el sentido profundo, dramáticamente humano, lo manifiestan asistiendo de tarde en tarde a las fiestas taurinas lo que hacen es presenciar y vivir de modo simultáneo, un cofre de tesoros espiritual y poético como resulta ser el acto de Ordenamiento del Caos aunque de modo muy auténtico y fiero pero absolutamente artístico y fuertemente poético. La vida como el constante andar a través de acontecimientos y predicamentos que nos sobrevienen y debemos superar o asimilar, ya se trate por llantos o por risas, tarde o temprano nos resulta embistiendo con la ira de un aterrador pero paradójicamente hermoso toro: el “Caos” tiene sus secuaces pero no por ello debe ser mantenido y adherido, sino, sencillamente, vencido y apartado de nuestro Mundo Ordenado.
Por todo ello, es precisamente el Torero, el diestro y matador luminoso, que al resplandecer por sí solo en medio de la arena la plaza rodeado por un público infinito –hoy en las gradas y mañana en las noticias- se olvida de todo, se olvida incluso de sí mismo y por sobre todo se olvida y supera el miedo y enfrenta burlando y dominando al este cuadrúpedo portador y representante del caos y del desorden es decir, del “deslugar” y el “desmomento” y superando todo percance, pues “acata” el Ritual, pone orden a la vida ultimando al toro que en decreciente mareas de furia que nunca deja de embestir, hasta que ultimado por el “diestro” –lo “siniestro” es el mal, el caos- este “orden” perseguido y constituido, sale triunfante ante los ojos de los demás porque el Torero ha logrado vencerse a sí mismo, sublimar el miedo, superar “el terror ante la nada”, y reordenar un caos primigenio para convertirlo en vida pura, resplandeciente y simbólicamente aunque ya no “feroz” sino “feraz”, tan rico y abundante de luz, que permite que la persona, “las personas”, entre tardes de corrida y corrida y entre feria y feria, transiten en su propio vivir dentro de un ordenado mundo seguro, vivaz y reconocible.
Más aún, recordemos lo ya dicho en cuanto que “El Toro” que embiste puede coger o empitonar a su “Matador” antes de ser ultimado en aras del ordenamiento de las cosas. Esta cogida “burla el orden” pretendido y rompe la armonía del rito; el toro que cornea al Diestro inmediatamente nos calla, nos quita el aliento y aplasta la alegría de la tarde, hundiéndonos en suma tristeza pues nos recuerda que el “caos” a pesar de todo, siempre busca envolvernos y apagarnos. Por supuesto que no falta el creyente Torero que intuye lo sucedido por causa de la cogida sufrida y superándose al dolor de la cogida, retoma sus trastos, capote o muleta y espada, y acomete nuevamente al Toro en procura del reordenamiento por el cual, a final de cuentas, fue y es la causa que lo llevó al ruedo. La magia regreso entonces, renace la empatía con los espectadores taurinos, que aplauden el nuevamente correcto sentimiento por un “Cosmos Ordenado”.
Para todo esto, hay que considerar que el Caos en una corrida de toros es el mismo toro que de ninguna manera debiera calificarse por su pelaje usualmente “negro” –por asociación con el caos o la muerte- pues hay pelajes que van desde el blanco como son los “ensabanados” o los “jaboneros”, pasando por rojizos, sardos, castaños, hasta el negro brillante. Lo “negro” del toro es la misma muerte y simboliza el caos total, que se corresponde con “la tragedia”; consecuencia de la inmensa agresividad que los cachos, la “luna nueva creciente” o “la luna decreciente”, van conduciendo hacia el torero. Ante esta mortífera “hoz”, de su cornamenta acabada en finos pitones, el torero, el “sacerdote” vestido de oro o plata sobre seda, yendo cual ornado de una casulla sabe que debe envolver y eliminar al horrible “Caos” que entraña la presencia bestial, inacabable y angustiosamente peligrosa. Y así, pese a lo que se diga, si el torero no conoce su “ritual” como cuando no “hace la cruz al momento de la suerte suprema de matar”, necesariamente se encontrara con el toro que lo llevará, como dice García Lorca a la “plaza gris del sueño, con sauces en las barreras”.
Indudablemente hoy en día no somos conscientes de la soterrada presencia de este rito de “ordenamiento del caos” pero, al acudir a “Los Toros” y en haciéndolo según el calendario anual, lo que hacemos y especialmente lo que realiza el torero, es repetir de modo permanentemente ritual un sentimiento atávico de un acontecer simbólico cuyo destino es ordenar el mundo para que nosotros los humanos, espectadores y aficionados taurinos podamos vivir mejor y con armonía ante el mundo.
Quizás muchos ritos antiguos practicados desde antes hasta hoy no hayan sido necesariamente evidenciados como ritos tan actuales como los de antaño y por ende, únicamente porque miramos hacia atrás, hacia lo negro del inicio del tiempo histórico con nuestras categorías de pensamiento actual es que podemos calificar a Los Toros, como un rito necesario, ínsito a nuestra naturaleza humana pues así podemos entender muchas cosas como, para empezar, la muerte, acontecimiento tremendo y descomunal que tratamos de soslayar en nuestro diario vivir aunque, justamente, son Los Toros los que nos enrumban hacia el buen sentir de lo que la vida misma nos resulta. Es un rito aparentemente atávico que pese a todo es actual y verdadero y es sólo por eso que podemos explicarnos su real y extraordinaria existencia.