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martes, 20 de noviembre de 2012

El color del toreo: ... o llevarás luto por mi (un clásico)

Por Víctor Zar

“o llevaras luto por mí” de Lapierre Dominique y Larry Collins, 1967. Te propongo la lectura de un extracto, si no lo conoces para picarte el diente, y si lo conoces, para que te animes a re-leerlo. Lo hago porque lo que me gusta es el ritmo con el cual Dominique marca las horas previas de la corrida de toros, horas que vive el matador, y de buena cuenta son para la mayoría un misterio.

(extracto)
En el saloncito contiguo a la habitación donde dormía el torero, un hombre bajito y rechoncho, de negro cabello ondulado y reluciente de brillantina, caminaba de puntillas realizando su misión. Esta misión le había convertido en el miembro del séquito de El Cordobés más íntimamente relacionado con el bienestar del diestro. Había empezado su vida de trabajo matando viejas vacas en el matadero municipal de Córdoba. Ahora, Paco Fernández gozaba de una de las posiciones más envidiadas y encumbradas del mundo taurino: era mozo de estoques del primer torero de la nación.

Sacó de un gran baúl de cuero el traje de luces, color tabaco y oro, que el maestro había elegido para la siguiente corrida. «Oro, y tabaco…», pensó Paco mientras colgaba el traje en el respaldo de una silla tapizada; eran los colores predilectos del matador. Después, extrajo del baúl la capa de paseo bordada a mano y la extendió sobre el sofá, de manera que la brillante imagen de oro y plata de Jesús del Gran Poder derramase su mágico poder en el salón. A continuación, revisó las tres capas de percal amarillo y violeta y las tres muletas de franela roja que emplearía el diestro dentro de unas horas.

Por último, afiló los bordes de los seis estoques confeccionados a mano en Toledo y que se hallaban en el estuche de cuero de El Cordobés; armas con las que el espada había pasaportado ya más de mil toros bravos.

Terminadas estas tareas, Paco emprendió otras labores más etéreas. Colocó sobre una mesita una manoseada imagen de san Rafael y una estatuilla de Nuestra Señora de Belén, patrona de Palma del Río. Frente a cada una de las imágenes puso un candelera votivo. Momentos antes de salir para Las Ventas, El Cordobés se detendría ante estas imágenes para una breve oración. Después, encendería las velas, las cuales no serían apagadas hasta que regresara sano y salvo de la plaza.

Paco tuvo un sobresalto. Había olvidado un último instrumento de la protección divina. Lo sacó de un estuche forrado de terciopelo negro y lo colocó junto a las dos imágenes. Era una medalla de oro del Jesús del Gran Poder, que El Cordobés se colgaba del cuello siempre que salía al ruedo. Grabada en el dorso de la medalla había una frase más profana, un seco recordatorio de que el torero que la llevaba no debía fiar únicamente en la protección divina durante las horas venideras, sino también en el arrojo de Manuel Benítez.

El rutinario cometido de Paco estaba a punto de terminar. En el pequeño refrigerador había un vaso de zumo de naranja, el cual junto con un par de huevos fritos, sería aquel día todo el alimento de El Cordobés. Esta severa dieta tenía por objeto facilitar la labor del cirujano en caso de accidente.

El animal se detuvo en seco en el centro del ruedo, buscando un blanco para su furia. Al levantar la cabeza en actitud de salvaje desafío, se asemejó por un instante a las imágenes de sus antepasados, pintarrajeadas en las cavernas del hombre prehistórico. Era, según debieron de pensar millones de españoles, «un toro nacido para morir bien».

MAS..
 
Pero a ninguno de los espectadores podía satisfacer tanto esta idea como al hombrecito de zahones de cuero y chaquetilla colgada del hombro que estaba en pie sobre la plataforma de madera, justamente encima del pasadizo por el cual acababa de salir el toro a la plaza. A través de las suelas de sus andaluzas botas de montar, podía sentir las vibraciones provocadas por el lejano movimiento de los otros cinco toros, que seguían encerrados detrás de las «puertas del miedo». Francisco Galindo había traído a estos toros al último santuario de sus breves y salvajes vidas. En cierto modo, era su pastor.
Era el mayoral de una ganadería española y, para este hombre viejo y arrugado, su atavío no era el brillante indumento de seda y oro que ceñía El Cordobés, sino el clásico traje campero. Durante treinta y cinco años, Galindo había dedicado todo su trabajo a los toros, los toros que llevaban a los cosos de España los colores blancos y azul celeste de don José Benítez Cubero. Registraba su nacimiento, con letra trabajosa y minuciosa, en los libros de gastadas tapas de cuero del cortijo de Benítez Cubero. Actuaba de testigo en la ceremonia en que los toros eran destinados al matadero o a la plaza. Y les acompañaba fielmente en su último viaje desde los pastizales andaluces donde habían nacido hasta el momento de su muerte en la arena de alguna remota plaza de toros.

Los toros habían proporcionado a Galindo sus únicos momentos de gloria. En Valencia, en junio de 1950, después de cortar Julio Aparicio y Miguel Báez Litri doce orejas, seis rabos y cuatro patas, en un extraordinario mano a mano, la multitud se había puesto en pie para tributar al pequeño mayoral una atronadora ovación. En 1958, en la capital del jerez, Jerez de la Frontera, había vivido la apoteosis de la carrera de un mayoral. Su toro Compuesto había mostrado una bravura tan extraordinaria, que había sido indultado, y la entusiasmada muchedumbre había paseado en hombros a Galindo por el ruedo.

Y ahora tenía que presenciar la muerte de otro de sus animales ante la mayor multitud de espectadores de la historia del toreo. En silencio, rezó para que la muerte del bruto fuese digna de su noble estirpe.

APUNTE:   ... Es posible que utilizaran como punto de partida la espléndida biografía que Manuel Chaves Nogales escribió sobre Juan Belmonte, pero el trabajo de Lapierre y Collins lo supera. La calidad del libro se constata, entre otras cosas, por las múltiples lecturas que se pueden realizar del mismo. Se puede leer como una biografía del Cordobés, pero también como una crónica de la Guerra Civil y de la Posguerra. Se puede leer como una iniciación al arte de la tauromaquia, pero también como el relato de la modernización emprendida por España durante los últimos años del franquismo. Y por último, se puede leer como una novela, con todo el interés de seguirle los pasos a un protagonista que evoluciona desde pícaro a héroe. http://dudas2.wordpress.com