Por Víctor Zar G.
Cuando sale el toro del toril saltando el albero, vaya derecho, en contrario o de frente, alegre o abanto, lo cierto es que el torero puede o bien recibirlo con el capote dentro del ruedo con valientes hermosos lances o, dejar que su peón de confianza corriéndolo a una sola mano lo lleve por la arena, permitiendo que el matador escudriñe al toro; no si el bicho es inmenso o va por el mínimo reglamentario o, si es agalgado o corto o, badanudo o rabilargo, meleno o cari avacado, jabonero, sardo, berrendo o negro, o de horrorosa o humilde cornamenta, que pueda ser peligrosa o menos riesgosa para la inmediata faena.
Lo que el torero quiere establecer “ahorita” son las virtudes y los vicios que lleva la casta de ese toro que deberá sacrificar con su estoque en menos de treinta minutos mientras le mira los ojos al burel, lleve el cuello, la testuz y los pitones que lleve. Virtudes que sobre todo, de saber reconocer y dominar lo podrán elevar a la eximia faena de una obra de arte imborrable en las mentes de todos los presentes pero acabada inmediatamente como ocurre como toda obra sinfónica de Beethoven pero que, simultáneamente, de no reconocer, o dejar de omitir, aceptando por no saber o por olvidar lo que no se debe olvidar, la intromisión de los vicios podrían llevarlo al último momento de la única verdad valedera de todo hombre que se enfrenta a un toro-toro de lidia: el final de sus facultades taurinas, el final de sus capacidades físicas o, sencillamente, el drama de su propia muerte.
Por eso, los tres primeros minutos del inicio de cada faena del toro que se corre, siempre antes de la salida de los picadores, en los aproximadamente tres minutos previos al inicio de los instantes en que ha de iniciarse el desmedido momento de la pica en la figura de los caballos, son importantísimos, para que el torero conozca al toro.
En la pica siempre y necesariamente se verá la línea, la casta y la sangre del toro – toro ( o solo toro) pero en los tres primeros tres minutos, abiertas las puertas del toril, sólo se verán cosas que la puya nunca revelará como la forma e inclinación de la embestida y su trayectoria, cuál pitón se inclina preferentemente respecto al otro, el empuje y el “resoplido”, “el aire” y cosas que sólo el torero y, también el toro, únicamente ellos dos saben. Mutatis mutandis, los varios primeros días, semanas o meses en que los hombres y mujeres se van conociendo, lapso cuando las virtudes y los vicios se advierten, se aceptan, se atenúan, se entre convienen y se torean.
Son tres minutos en los cuales un torero con menos toros lidiados resulta lanzando un clamor del torero por más horas pero, con los años, a más toros bregados, en un torero sabedor, resultan en un rezo pidiendo que los minutos se conviertan en segundos. Claro está, siempre y cuando, el toro que le toca en suerte, a todos sorprenda brincando fuera del toril bravo y alegre, ajeno al mal sentido de la embestida, a la inesperada colada, al engaño no querido, al rápido revolverse cuando nadie se lo esperaba o al derrote imprevisto, todo aquello para lo cual sólo hay que tener éxtasis por el arte, años de toreo, deleite por la especiosa faena, respeto por el público conocedor, amor por el olor de la fiesta, obvio que por los toros y sus sangre y sobre todo por las hembras que asisten y, sobremanera, absoluto rendimiento espiritual ante la tauromaquia.