ZABALA DE LA SERNA / Madrid. Al toreo le falta un mechón blanco
La religión del antoñetismo quedó revelada definitivamente desde el monte de Las Ventas del Espíritu Santo en los 80: «En verdad os digo...» Antoñete volvió a su casa, su plaza, su ciudad, en 1981 desde el exilio en Venezuela. Traía un hatillo sencillo, la madurez de la cincuentena vivida, fumada y noctámbula, la torería añeja y la sabiduría sepia de toros y terrenos macerada en la barrica de la derrota. Vuelta a lo clásico, al tronco de Rafael Ortega/Antonio Ordóñez/Antoñete.
Sí, pero Antonio Chenel no toreaba como toreó en los 50, 60 y 70. El toro es otro, y las facultades también. El torero del blanco mechón y los pulmones negros... Redescubre las distancias, los metros regalados al toro en el inmenso ruedo venteño, el sentido de la colocación y que torear es verbo que empieza antes de. Del cite, el embroque, la reunión, el pase. «Pronto y en la mano», era una de las máximas del maestro. «Dejad al toro donde esté», otra.
El ahorro de capotazos, el desgaste innecesario de embestidas. Nos cautivó a toda una generación. A la nuestra y a una superior que compartía un mismo sentimiento: así no habíamos visto torear. El medio pecho ofrecido, la perfecta geometría del giro sobre los talones, el valor a una edad inverosímil.
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