Esta tarde, en Valladolid, séptima corrida de José Tomás, el que salió a hombros fue Leandro; él protagonista, a pie, en solitario, por la puerta de cuadrillas. ¿Por qué? Por los toros, sin duda, pensarán muchos, pues el lote de diestro madrileño no le ofreció posibilidades de triunfo. Pues no es verdad. Sus toros fueron birriosos, como casi toda la corrida, y como casi todos los que el torero ha elegido con mimo para su reaparición (y contento debe estar, pues le brindó su primero a la persona de su equipo que se dedica a este menester), pero el que estuvo mal, torpe, desordenado, sin ideas, incoloro, inodoro e insípido fue José Tomás.
Se lució en algunos compases con el capote y destacó en algún muletazo, pero su labor de conjunto fue de una preocupante mediocridad. Recibió a su primero con unas verónicas a pies juntos y realizó un quite por vistosas chicuelinas. Comenzó por alto la faena de muleta, resbaló y quedó a merced del toro, que no lo empitonó de verdadero milagro. El animal era un novillote angelical que iba y venía sin entusiasmo alguno, y por allí anduvo el torero sin confianza ni gracia, con pases sueltos, sin ligazón, sin peso ni poso. Cansado de dar pases insulsos se perfila para matar y pincha en hueso; cambia de opinión y continua por manoletinas con la intención de levantar un ambiente que hacía tiempo que languidecía. Nuevo apuro ante el quinto, esta vez con el capote, en un regate del toro que descompuso al torero; lo mejor, un quite por delantales, y se acabó la historia. La faena de muleta fue un quiero y no puedo lamentable. Corta era la embestida del animal, que cabeceaba al final de cada muletazo, pero José Tomás estuvo siempre a merced de su oponente, carente de ideas y de la más mínima noción de la técnica.
Ojalá algún día no lejano haya que masticar esta página como penitencia por un error inexcusable. Será la prueba de que José Tomás ha resucitado definitivamente, de que ha sido capaz de superar los fantasmas de una de esas heridas que amenazan con dejar una huella indeleble en el alma.
Ojalá José Tomás vuelva a ser el que fue. Y lo sea pronto; antes de que se agote definitivamente el crédito de quienes todavía lo siguen en peregrinación a la espera de ese milagro que se resiste a llegar.
José Tomás ha perdido la emoción, y no provoca esa pasión y esa locura colectiva que le acompañaron siempre. Incluso le ha abandonado el morbo. Sigue siendo un torero distinto, pero también es anodino en su diferencia. Se le ve taciturno, físicamente débil, y transmite una apariencia de inseguridad impropia de su nombre. Ya no parece a aquel torero heroico que se aupó a las cumbres de la leyenda viva; no se parece al José Tomás que deslumbró y hechizó a todos; el que a todos puso un nudo en la garganta y el sentimiento a flor de piel por su valor y pureza.
¿Por qué tanta dureza con quien ha sufrido una cogida sin parangón y afronta esta temporada como un ensayo para futuras gestas?
Porque el más inflexible ha sido él. Y el más exigente. Y lo ha sido con las plazas que ha elegido, con las ganaderías, con los compañeros y con las taquillas, en la búsqueda permanente de una exagerada comodidad, nula competencia y emolumentos estratosféricos.
Y esa suprema exigencia es válida cuando el retador afronta el compromiso; cuando juega y gana. Pero no es este el caso de José Tomás. Ha apretado hasta la extenuación a todos -empresarios, ganaderos, compañeros y aficionados- y, hasta ahora, no ha sido capaz de responder al reto.
Es, quizá, el sino de la vida. Quizá, todo ha sido un autoengaño colectivo que no mancilla la carrera extraordinaria de un torero legendario, pero que a todos, a él el primero, nos sitúa frente a la cruda realidad. Su resurrección tras la muerte de Aguascalientes no es tarea fácil, y las siete corridas lidiadas hasta ahora así lo evidencian.