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miércoles, 11 de julio de 2018

Asalto y cumbre de Roca Rey

Diario de Navarra
El peruano firma la faena de la feria... 

Acalambra el miedo Roca Rey, que parece feliz en el abismo de su toreo instalado siempre al borde del precipicio. Asaltó primero la plaza e hizo cumbre después con su irresistible ademán; un torero inapelable, un valor que no distingue ni el tiempo ni el espacio y que doblega cualquier compromiso con una solvencia desacostumbrada. Allá donde se asientan las simas abisales aposenta su cátedra de roca basáltica con una sonrisa de niño que parece amortiguar cualquier temor pasándose al toro por la espalda: en un quite con el vértigo de una maniobra a la velocidad de la luz o en las postrimerías de la muleta con el pitón rozando los alamares blancos, virginales y plateados que lucía este miércoles.

Y lo hizo una y otra vez, resopló para aliviarse (¡ojo! sólo el flequillo) y sonrió como un chaval que se acababa de comer un helado de fresa. Pero no andaba para juegos, estaba coqueteando con la muerte en la arena de La Monumental ante veinte mil almas pendientes de sus andanzas toreras.

Roca Rey, torero nikkei, toreo del Perú, el cóndor que quiere y va a reinar en el toreo contemporáneo porque son incuestionables sus ansias de gobernar.

Este miércoles estuvo sencillamente inapelable, irrefutable e imparable. Roca Rey tiene valor, espolones y sabe torear, cada vez menos contorsionado, más fluido en la estética de su cuerpo y su muleta, con el centro de gravedad de su tauromaquia sin caer todavía a plomo pero buscando día a día la verticalidad, el eje del mando, la geometría de su dominio y compromiso. Y conoce en profundidad los resortes del temple, los recovecos por donde se emociona el gentío y es fiel a su concepto. Quiere mandar y mandará, quiere ponerse el toreo por montera y ya se lo ha puesto. Es el nuevo rey y ha venido desde el Perú para conquistar la tauromaquia. En el primero rozó la puerta grande, puso el coso a cien con su quite con el capote en la espalda y le hizo todas las diabluras al cuvillo que asistió hipnotizado a su muleta de estaño. Orejón.

Salió el quinto, la tarde olía ya a pólvora e intercaló con el capote galleos por la espalda, chicuelinas, verónicas. El toro era noble, con ritmo y entrega y Roca lo toreó con prestancia, con profundidad y también con ritmo. La faena creció en intensidad al final y el estoconazo rubricó la dictadura que ejerció con su toreo. Ferrera al fondo y más al fondo todavía un Ginés Marín irreconocible al que todavía le queda una bala en la recámara para recuperar el tiempo perdido.

FERRERA, A PLACER

Un bendito, un nobilísimo cuvillo sin nada de relieve en su anatomía abrió la corrida para que Ferrera lo toreara a placer por ambos pitones en una sucesión de series marcadas por la pulcritud y esa técnica poderosa y sobria de esta segunda etapa marcada por su acendrada maestría. Lo mejor fue un cambio de mano que depositó la muleta en su palma izquierda para arrastrar el vuelo con soberbia lentitud. Se excedió en el número de muletazos y pinchó. En el cuarto toreó con asiento y reposo, con buena mano derecha, con suavidad en su concepción y esa pureza acicalada que ahora rezuma el torero extremeño. También estiró demasiado su faena y el toro acabó acusando la aliteración continuada de muletazos.

Y Ginés Marín como convidado de piedra toda la tarde muy a su pesar. Comenzó la faena al primero al natural en el platillo. A partir de ahí la faena fue un desconcierto de enganchones. No remontó el vuelo con este toro ni con el sexto, un astado altiricón al que lo anunció por estatuarios. A Ginés dio la sensación de pesarle la tarde de Roca como una losa. Momentos después, el cóndor salía victorioso a hombros camino de la Estafeta.

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