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Por Paco Mora
¿Para qué nos vamos a engañar? Ni siquiera el sexto, al que Iván Fandiño le cortó una oreja, merecía pisar el ruedo de la plaza de Toros de Las Ventas, y menos por San Isidro. Y es que el vasco atraviesa un momento en el que es capaz de desorejar a la mula torda de “Los cuatro muleros” de García Lorca. Seis animales grandes, muy grandes y generosos de cornamenta -el segundo de El Cid parecía que se le había escapado a Florito, pues no le faltaba más que el cencerro-, que parecían de visita turística a la corte del Rey Juan Carlos I. Distraídos, descastados y aborregados en sus reacciones, sólo se salvaron un poco, muy poco, el primero de César Jiménez y el segundo de Fandiño. Pero ¡ojo! tampoco valieron un céntimo de euro como toros bravos; el mérito fue casi todo de ambos toreros, que ellos sí que estuvieron enrazados. Manuel Jesús “El Cid” echó mano de todos sus recursos y hasta de su valiosa mano izquierda, pero ni había con qué ni para qué. Tuvo enfrente dos muros contra los que se estrellaba cualquier atisbo de torería. Y lo peor es que no nos hicieron echar de menos a ninguna de las corridas lidiadas anteriormente en el serial. Lo cual como aficionado causa cierto repelús.
Aquí hay razones profundas para la miseria ganadera que soportamos, que a los toreros, ganaderos y empresarios no les interesa admitir ni reconocer, porque hacerlo significaría tener que ponerle remedio a tan lamentable anomalía. Y eso parece que va contra los intereses de las tres partes más importantes del negocio taurino. Si yo fuera antitaurino, no me molestaría en organizar protestas ni en orquestar campañas propagandísticas contra la lidia. Me sentaría en la puerta de mi casa y esperaría a que pasara el entierro de la Fiesta de los Toros. De cargársela ya se están cuidando la mayor parte de los ganaderos de bravo. Y lo hacen muy requetebién.