Las fotografías de los toreros en quienes Montoya había creído realmente estaban enmarcadas. Las de los toreros que no habían poseído el don de la afición Montoya las guardaba en un cajón de su escritorio. Con frecuencia llevaban dedicatorias de lo más halagador, pero no significaban nada. Un día Montoya las sacó todas y las echó a la papelera. No las quería tener cerca de él.
Hablábamos con frecuencia de toros y de corridas. Me había hospedado en el Montoya durante varios años. En ninguna ocasión hablamos durante mucho rato; teníamos bastante con el placer de descubrir nuestras emociones recíprocas. Había hombres que venían de ciudades lejanas y, antes de marcharse de Pamplona, se paraban a hablar unos minutos de toros con Montoya. Estos hombres eran aficionados. Los aficionados encontraban siempre habitaciones, incluso cuando el hotel estaba lleno. Montoya me presentó a unos cuantos.
Al principio eran siempre muy educados y les hacía mucha gracia que fuera americano. Sea por lo que sea, daban por supuesto que un americano no podía sentir afición. Podía fingirla, o confundirla con la excitación, pero no sentirla realmente. Cuando veían que yo sentía afición –y para descubrirlo no había santo y seña ni preguntas preparadas de antemano, sino más bien una especie de examen oral espiritual, con preguntas que nunca parecían tales, y siempre un poco a la defensiva–, se repetía siempre este gesto de ponerme la mano en el hombro con aire de incomodidad, o un bueno, hombre. Pero casi siempre había el contacto físico; parecía que tuvieran que tocarle a uno para estar seguros.”
EDITORIAL SEIX BARRAL, S.A.
Título Original: The sun also rises
Traducción de M. Solá
Impreso en España, mayo de 1985