Por Pedro Abad-Schuster
Es un caso único en la Tauromaquia Mexicana. El padre de Diego Silveti fue David Silveti, el torero mexicano que más me ha impresionado, sobretodo en aquella actuación hace 8 años en la coqueta ciudad de Tijuana en que cortó el último rabo de su carrera, en la vieja, histórica e injustamente derribada plaza de madera El Toreo de Tijuana, del Boulevard Agua Caliente.
Estuve en la plaza. En su primero, el toro se le fue vivo a David. En su segundo, el toro Peleonero de la ganadería La Venta del Refugio – que esa misma mañana había matado a un toro en el corral - le posibilitó torear en cámara super lenta, con una quietud más que sublime, que esa tarde coincidía con el hecho de que casi no se podía mover por las 40 operaciones que enfrentó a la rodilla, durante su carrera. Estuve filmando la corrida desde la última fila de sol general y con el audio del maestro Giraldés en la filmación. De más está decir lo que fue esa faena, porque todos en la plaza sabíamos quién estaba toreando: un verdadero torero de época, un héroe y un artista viviente, un personaje de la Fiesta que se regía por “la ética, la estética y la patética” y que se estaba jugando la vida allí, delante de todos los aficionados, se estaba jugando su carrera y su paso a la inmortalidad. ¡Vaya que lo logró!
Idolo de multitudes en el país azteca, David Silveti había regresado a los ruedos unos meses antes, de manos de su nuevo apoderado José Antonio Ramirez El Capitán, nada menos que el hijo de El Calesero. La emoción inundaba la plaza, Giraldés – hoy en España y bordeando los 80 años – narraba la épica faena del Rey David como pocas veces se le ha escuchado. Lo que es el toreo y el torero cuando trascienden, pero de verdad, cuando una actuación lo es todo para el torero. La voz de la narración casi llegaba a sus niveles más altos por la emoción, Silveti continuaba su obra de arte, con las zapatillas inmóviles en la arena, la gente con un nudo en el cuello pues se estaba jugando la vida, el toro muy bravo estaba como imantado a la muleta, todo muy rítmico, los pases medidos, milimétricos, todo templado hasta el límite, faena de fondo profundo, hasta que Silveti dejó un estoconazo para los siglos de los siglos. La gente hasta lloraba de emoción y los trofeos de orejas y rabo fueron otorgados por Jaime Gonzalez El Cali.
Antes de finalizar la última faena de la tarde, bajé hasta la puerta de cuadrillas por los interiores de la plaza para ver al maestro salir a hombros. Allí estaba, todo era en cámara lenta, David Silveti, de tez muy blanca sonreía como presagiando que se acercaba su final. Meses después sé que regresó a la plaza a develar su placa a la entrada del tendido de sombra.
Ser hijo de David, en el toreo, es ser el más grande. Por eso la trascendencia de tener en Lima y en Acho a Diego, uno de los dos hijos varones de David Silveti, quien una tarde de 2003, aquejado por la bipolaridad agravada cuando su médico personal le reveló que jamás volvería a pisar un ruedo por los mareos que sufría producto de una voltereta en una corrida, decidió acabar con su vida en una habitación contigua a donde estaban sus padres.